viernes, 4 de septiembre de 2009

La imitación de Cristo.

Sea cual fuere nuestra conclusión sobre el Cristianismo, en el pasado y en el futuro, no habremos enfrentado adecuadamente el reto que nos presenta la persona de Jesús, cuando nos ponemos en contacto con su mensaje.

¿Podemos dejarlo al margen de nuestras vidas, como un hecho que acaeció, si es que acaeció, y que nos importa tanto, o tan poco, como cualquier otro hecho?

¿O nos arrastrará tras suyo, enamorándonos de Él hasta el punto de no poder vivir nuestra propia vida sino la de Él, como ha sido en la historia?

No importa qué hayamos concluido después de este repaso de las vicisitudes del Cristianismo, desde su existencia hasta nuestros días, no más tratemos de vislumbrar qué será del Cristianismo de hoy en adelante, nos percatamos de que esta doctrina continuará, mañana como hoy y como ayer, enamorando a los hombres y que innumerable inmensidad de ellos continuarán en la adoración del Maestro, y que, para todas estas almas enamoradas de Jesús, la cuestión fundamental será, como es y ha sido, la imitación de Cristo. Pues esto y ninguna otra cosa es la esencia del Cristianismo: ser cristos.

El Cristianismo histórico, en cada momento, es la agregación, sinérgica si eclesial, de cómo cada cristiano imite a Cristo, la clase de cristo que cada uno sea. Todo lo demás es añadidura. El estilo de comunidad que en cada circunstancia resulte, será el producto de la visión vivida de cada uno de los cristos del Cristianismo; así lo fue en el pasado, así lo es ahora, y lo será en el porvenir. Todo lo demás es añadidura. La posibilidad de que esta levadura desaparezca, de que esta sal no sazone, es impensable, por imposible, pues cada vez que los hombres, zafios, descreídos o rufianes que fueren o se consideren, se pongan en contacto con los Evangelios, en alguno saltará, quiéralo o no, una chispa capaz de dar fuego a todo el universo... y entonces en muchos prenderá llama y se difundirá el fuego, de manera que, hasta la consumación de la civilización humana Cristo estará con nosotros, porque siempre habrá cristos que lo vivan. Así lo testimonia el pasado, así lo cumplirá el porvenir.

No digo esto en un momento de entusiasmo, o de fervor, sino con toda frialdad y calculadamente, y creo que bien puedo traer a cuento la opinión de Juan Jacobo Rousseau, quien tan bellamente pudo decirlo y justificar su fe en las palabras que recordé en el sétimo de estos ensayos:[14]

El Evangelio es la pieza que decide, y esta pieza está entre mis manos. De cualquier manera que haya llegado y sea quien sea el autor que lo haya escrito, reconozco en él el espíritu divino. Esto es tan inmediato como sea posible serlo; no hay hombres entre esa prueba y yo.[15]

Pero si Rousseau fuera indigno de confianza para algunos, allí está Saulo, quien igualmente fue vencido por el amor a Jesús y, por una iluminación que le hizo nacer de nuevo, se convirtió en ardiente antorcha que consumiría a la humanidad desde los albores del Cristianismo hasta nuestros días.

Quizás esté tratando este tema con metáforas tomadas de los libros de santidad, de los Flos Sanctorum, y siendo así, sin quererlo, incomprensible. Porque ese enamorarse de Cristo no es algo de elegidos, ni de poquísimos entre los humanos, sino algo por lo que todos pasamos, algo a lo que todos estamos llamados, por nuestra propia carne y nuestra propia sangre, pues todos estamos chorreados en ese molde, por nuestra animalidad, no por nuestra espiritualidad, y en la bestial comunidad de nuestra animalidad es donde radica lo imperecedero del cristianismo. Cierto que muy pocos nos enamoramos de Cristo, cierto que los santos son excepcionales, pero falso que no podamos entender ni estemos llamados a la santidad. Lo que nos sucede es que la desviamos y, en lugar de enamorarnos de quien debíamos, de Jesús, nos enamoramos de las cosas o de otras personas: de nuestra novia, nuestra esposa, nuestros hijos, nuestros padres; y hasta de meras concepciones, como la patria, la libertad, la justicia, la iglesia, la confesión religiosa. Son destinatarios equivocados, pero el sentimiento es enteramente el mismo, tiene la misma vitalidad, la misma capacidad de transformar, de elevar, de trasmutar.

Por ello el cristianismo es vulgar y vernáculo, la santidad es cosa común y cotidiana, algo que cualquiera puede lograr; apenas escarbes bien a Francisco de Asís, a Agustín de Hipona, a Tomás de Aquino, encontrarás a un tipo tan simple y diáfano como cada uno y cualquiera de nosotros: no son superhombres, sino sencillos jornaleros, comunes mozos de cuerda.

Por eso, concluyo, la revolución cristiana no es cosa del pasado, sino que seguirá compañera de nuestro caminar, mientras haya hombres en el camino.

Amén.

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