viernes, 4 de septiembre de 2009

Galicanismo.

La iglesia de Francia, en 1682, emitió decretos que se oponían a la hegemonía absoluta de Roma, defendiendo los derechos de los sínodos nacionales y la supremacía del concilio ecuménico, igualmente en Italia, en el sínodo de Pistoya (1786), el clero italiano adopta doctrinas conceptuadas como jansenistas y galicanas por la Santa Sede, que las condena en 1794; iguales opiniones sustenta Febronio, pseudónimo del obispo de Tréveris, Juan Nicolás de Hontheim (1701-1790), contestario de la organización monárquica de la Iglesia y defensor de la suprema jurisdicción del concilio ecuménico, al cual estaría sujeto el mismo Papa.
La gran pugna entre las iglesias nacionales y la Santa Sede serán la palestra de estos doscientos años; a la postre el papado triunfará, cuando el I Concilio Vaticano declare, en 1870, la infalibilidad pontificia, con lo que el Papa alcanza potestad igual a la del Concilio ecuménico, en la confesión católica. Antes de 1870, no obstante, la Santa Sede ejercerá ese magisterio infalible, mediante la condenación de herejías motu proprio, sin recurrir al concilio ecuménico; así lo hará Alejandro VII, papa del 1689 al 1691 respecto del galicanismo en la constitución apostólica Inter multiplices (4 de agosto de 1690) donde establece como errónea la proposición galicana según la cual:
3. ...el uso de la potestad apostólica debe moderarse por cánones dictados por el Espíritu de Dios y consagrados por la reverencia de todo el mundo; que tienen también valor las reglas, costumbres e instituciones recibidas por el reino y la Iglesia galicana, y que el patrimonio de nuestros mayores ha de permanecer inconcuso... (Denzinger, 1324).
Es notorio que la Santa Sede pretendía establecer un monolito religioso, el mal de la época al que pocos años después se denominará como bonapartismo, y que estaba decididamente en contra del desarrollo religioso orgánico, de una biodiversidad en lo espiritual que, afortunadamente, será el sino del futuro y que acabará por imponerse, de manera patente, en el II Concilio Vaticano, en nuestros días.
Este afán centralizador, este definir y regular más allá de lo indispensable, se pone de manifiesto con la condena, en 1832, del llamado indiferentismo, cuando se excomulga a un notable escritor católico Felicidad de Lamennais (1782-1854), con palabras tan duras, y tan separadas de la circunstancia histórica, como las siguientes:
Tocamos ahora otra causa ubérrima de males.. a saber: el indiferentismo, es decir, aquella perversa opinión que, por engaño de hombres malvados, se ha propagado en todas partes, de que la eterna salvación del alma puede conseguirse con cualquier profesión de fe, con tal que las costumbres se ajusten a la norma de lo honesto...Y de esta de todo punto pestífera fuente del indiferentismo, mana aquella sentencia absurda y errónea, o más bien, aquel delirio de que la libertad de conciencia ha de ser afirmada y reivindicada para cada uno. (Denzinger, 1613).
¡Si esto no es bonapartismo triunfalista, nada lo es! Afortundamente esta mentalidad irá cambiando en la Iglesia y ya en nuestros días pocos comulgan con ella.
Volviendo al galicanismo, las opiniones discordes de las de la curia romana, florecen en el sínodo de Pistoya[8], y fueron condenadas en 1794 por Pío VI (1717-1799), papa del 1775 al 1799. Los decretos de este sínodo tuvieron efímera vigencia, pues fueron anulados por el sínodo nacional de Toscana de 1787. Entre las proposiciones condenadas por la Santa Sede están las siguientes:
2. ...de la comunidad de los fieles se deriva a los pastores la potestad del ministerio y régimen eclesiástico... (Denzinger, 1502).
3. ... el Romano Pontífice no recibe de Cristo... sino de la Iglesia, la potestad de ministerio, por la que tiene poder en toda la Iglesia... (Denzinger, 1503).
6. ..."... el obispo recibió de Cristo todos los derechos necesarios para el buen régimen de su diócesis",..., es cismática y por lo menos errónea. (Denzinger, 1506).
8. "...que los derechos del obispo, recibidos de Jesucristo para gobernar la Iglesia no pueden ser alterados ni impedidos, y donde hubiere acontecido que el ejercicio de estos derechos ha sido interrumpido por cualquier causa, puede siempre y debe el obispo volver a sus derechos originales, siempre que lo exija el mayor bien de su Iglesia"... [esta opinión] es inductiva al cisma y subversión del régiman jerárquico y errónea. (Denzinger, 1508).

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