viernes, 4 de septiembre de 2009

El quietismo.

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¿Cuál sería este camino, esta vía, para vivir en nuestra vida la vida divina? Quienes dedicaron sus afanes a encontrar la respuesta, pronto cayeron en la cuenta de que toda vía que uno siguiera por propio movimiento, probablemente lo extraviaría, y que, consecuentemente, lo mejor era estarse quieto y dejar que Dios lo arrastrara. Esta heterodoxia es la conocida como quietismo, movimiento iniciado por un sacerdote español, Miguel de Molinos (1628-1696), con su obra Guía Espiritual (1675), la cual fue condenada (Molinos aceptó su error y se enmendó); la vía que propone es la oración de quietud, una pasividad completa del alma con renuncia a todo esfuerzo propio, incluso al mismo anhelo de virtud y a la misma bienaventuranza, llenándome de nada, con menosprecio de todo culto externo. El obispo Fénelon, pseudónimo de Francisco de Salignac de la Mothe (1651-1715), muy cercano a estas opiniones, publica (1697) póstumamente, su Explicación de las máximas de los santos, que le valió una censura pontificia. Según el quietismo la vía interna consiste en la aniquilación de las potencias del alma, renunciar a obrar activamente, pues ello ofende a Dios, quien desea ser el único agente; entonces, uno debe abandonarse enteramente a Dios y logrado tal abandono, permanecer como cuerpo exánime, sin conocer ni luz ni amor, ni resignación, ni tan siquiera conocimiento de Dios:
El que hizo entrega a Dios de su libre albedrío, no ha de tener cuidado de cosa alguna, ni del infierno ni del paraíso; ni debe tener deseo de la propia perfección, ni de las virtudes, ni de la propia santidad, ni de la propia salvación, cuya esperanza debe expurgar. (Denzinger, 1232).
Aún más, todo lo sensible que se experimente en la vida espiritual es sucio, impuro, abominable; y las mortificaciones no son más que una carga infructuosa, que debe abandonarse.
Hay cierta semejanza con el budismo y con el nihilismo en el quietismo católico, manifestación, quizás, de una reacción a la religiosidad hierática, todavía imperante, por entonces, en la espiritualidad eclesiástica.

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