jueves, 3 de septiembre de 2009

EL CONCILIO DE TRENTO. 1545-63

La significación característica del concilio de Trento es, indudablemente, el haber dado una forma oficial, completa y definitiva a este movimiento de reforma que se iba manifestando en el seno de la Iglesia cada vez con más insistencia. El movimiento protestante forzó, en último término, a la Iglesia a realizar esta obra fundamental. Sin la obra del concilio de Trento, aquel movimiento de reforma, ya existente en la Iglesia, no hubiera tenido la universalidad y eficacia que necesitaba. Pero, a su vez, sin el apoyo de aquellas fuerzas de reforma existentes en la Iglesia, la obra de reforma del concilio hubiera resultado estéril. (García Villoslada, pp. 771-2).
Paulo III (1534-49), papa de la familia Farnese, hombre del renacimiento, conocedor de todas las lacras de la curia, los eclesiásticos, los nobles romanos y el pueblo, dio comienzo a la obra de reforma, con entusiasmo y empeño, comenzando por casa, por la curia romana; a la vez preparó la convocatoria de un concilio ecuménico, que debería celebrarse en Mantua, a cuyo efecto nombró una comisión para preparar las labores, la cual comenzó a trabajar en 1536; en 1537 aparece el Dictamen de los cardenales y demás prelados de la Iglesia romana, conocido como Dictamen áureo, en el cual se aceptan muchos de los puntos de reforma propuestos por los protestantes (celebración de los ritos religiosos en lengua vernácula, celibato eclesiástico, traducción de los libros sagrados a las lenguas vulgares, etc.). Como requisito a la celebración conciliar el papa acordó implantar en Roma la reforma que el Dictamen áureo proponía, comenzando por el dicasterio de las finanzas (la Dataría), y demás departamentos de la curia; esto encontró enconada oposición, por lo que no se avanzó, en la práctica, apreciablemente, en la obra de reforma de la curia, en 1541 Paulo III se aboca a la reforma de la predicación, la exigencia de residencia en la diócesis para los obispos, la reorganización de la Inquisición y la creación del Indice de Libros Prohibidos (el primero fue publicado en 1543, pero anteriormente habían sido publicados índices por las Universidades de París y de Lovaina).
Toda la cristiandad latina, tanto católicos como protestantes, clamaban por la celebración de un concilio ecuménico (Lutero había apelado formalmente dos veces al concilio), para restañar las heridas que la Reforma había producido y lograr la reunión de todos los cristianos; Roma lo temía, por la amenaza de un reforzamiento de las tendencias conciliares, que molestarían la consolidación del absolutismo romano; Francia lo adversaba porque la escisión provocada por la Reforma debilitaba a su enemigo natural, los Habsburgo (Carlos V y su hermano Fernando I); Carlos V lo deseaba para acabar con las discordias germanas, y quizás poder así dar un golpe de gracia a Francia.
Pese a la amenaza para el absolutismo pontificio, Paulo III desde 1534 había expresado solemnemente a los cardenales su voluntad de que un concilio lograra la paz cristiana y la reforma eclesiástica; en 1537 se convoca el concilio, para celebrarlo en Mantua, pero las inaceptables condiciones del duque de Mantua para celebrarlo allí, obligaron a posponerlo a noviembre del mismo año y, después de negociaciones, a convocarlo en la ciudad de Vicenza, para el primero de mayo de 1538: no se presentaron sino cinco obispos y los tres legados pontificios, por lo que hubo de ser pospuesto, para celebrarse en el mismo año y en la misma ciudad, a lo que pronto hubo de renunciar el pontífice, decretando la suspensión indefinida (sobre todo porque el emperador en la dieta imperial de Ratisbona, y como consecuencia de los coloquios celebrados con los protestantes, había dado a estos garantías religiosas, las del Interim de Ratisbona, consideradas excesivas por el papa).
Como las concesiones obtenidas por los protestantes eran un ínterim, hasta tanto un concilio resolviera, se retomó la idea de celebrarlo, pero ya no era posible en Vicenza, porque Venecia, soberana de dicha ciudad, se oponía. Se acabó así por elegir a Trento, ciudad limítrofe con Italia y con el Imperio; no bien publicada la bula de convocatoria, estalló la guerra entre Francia y Carlos V, la que no fue óbice para que el papa ordenara la celebración del concilio: a tres semanas de la fecha terminal, no se habían presentado obispos, y el papa debió prorrogarlo nuevamente. Entre tanto pontífice y emperador se distanciaban cada vez más, máxime cuando el emperador Carlos V en la dieta imperial de Espira, hizo nuevamente concesiones a los protestantes consideradas por el papa como un verdadero abuso de la autoridad civil. Con todo, la celebración de la paz entre el victorioso emperador y Francia, y el buen talante y espíritu cristiano de Carlos V hicieron que todo se olvidara y se convocara nuevamente el concilio, para celebrarse en Trento, el cual -después de varias pospociones- comenzaría en diciembre de 1545. Sin embargo, a estas alturas, los protestantes no aceptaban ya asistir al concilio, si este debía celebrarse bajo la égida del papa, sino que demandaban un concilio libre. Las dos primeras sesiones fueron dedicadas a la organización del mismo concilio, en la III sesión (4 de febrero de 1546) se estableció el símbolo ("credo") de la fe católica, que fue el tradicional, el llamado símbolo Niceno Constantinopolitano (cfr.,Denzinger, 86), punto sobre el cual no había divergencia con los protestantes.
Como los protestantes se negaban a asistir a Trento el emperador continuó con su política de "coloquios", celebrando el segundo coloquio de Ratisbona (5 de febrero al 20 de marzo de 1546), que el pontificado vio como una amenaza de intromisión del emperador en cuestiones dogmáticas; el coloquio fracasó y los padres conciliares pudieron continuar adelante, libres de temores. La sesión IV (8 de abril de 1546) definió cuáles sean los libros sagrados, las Escrituras, y aceptó la edición vulgata de la Biblia
por auténtica en las públicas lecciones, disputaciones, predicaciones y exposiciones, y que nadie, por cualquier pretexto, sea osado o presuma rechazarla (Denzinger, 785),
asunto sobre el que existían pequeñas diferencias con los protestantes. En lo que había diferencias esenciales, era en lo relativo a la interpretación de las Sagradas escrituras, y en dicha sesión el concilio sostiene el punto tradicional, entrando en frontal conflicto con los reformistas protestantes, al sostener:
... para reprimir los ingenios petulantes, decreta que nadie, apoyado en su prudencia, sea osado a interpretar la Escritura Sagrada, en materias de fe y costumbres... contra aquel sentido que sostuvo y sostiene la santa madre Iglesia, a quien atañe juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras Santas, o también contra el unánime sentir de los Padres, AUN CUANDO TALES INTERPRETACIONES NO HUBIERAN DE SALIR A LUZ EN TIEMPO ALGUNO [mayúsculas añadidas]... y a nadie sea lícito imprimir o hacer imprimir cualesquiera libros sobre materias sagradas sin el nombre del autor, ni venderlo en lo futuro ni tampoco retenerlos consigo, si primero no hubieren sido examinados y aprobados por el ordinario... (Denzinger, 786).
Aquí se manifiestan varias de las características más odiosas, e inconvenientes, de la Contrarreforma: su odio y persecución al libro (el establecimiento de la censura previa, que no desaparecerá sino hasta el Concilio Vaticano II) y el prohibir escribir, sin censura, hasta para el propio uso (la parte puesta por mí en mayúsculas): en el tanto en que los católicos hayan seguido estos dictados, en eso mismo se apartaban de las corrientes de pensamiento libre y creativo, y se ponían al margen del progreso que, precisamente, implicaba un mayor ámbito de libertad del espíritu humano.
Lo relativo a la interpretación de las Escrituras era un ataque frontal a la dogmática reformista, la Iglesia reafirma aquí, condenando el libre examen, la posición tradicional o católica: es la tradición la que interpreta adecuadamente el mensaje divino, no la inspiración individual. Con esto la Iglesia se aparta del individualismo religioso propio del protestantismo y reafirma la religión comunitaria, propia del catolicismo. En la lucha contra el protestantismo, las victorias católicas se deberán principalmente a este principio, a esta unidad de la religión católica, frente a las facciones y sectas del protestantismo, continuamente dividido u obligado a sacrificar sus más caros principios, cuando hubo de preservar la unidad.
En la sesión V (17 de junio de 1546) se emiten los primeros decretos de reforma, y ellos son a tal punto básicos, que de su aplicación podemos decir, sin duda alguna, que proviene todo el vigor de la Iglesia católica reformada, de Trento en adelante. Se refieren a la predicación, poniéndola como primera obligación de los obispos, a la enseñanza cristiana, la enseñanza de la teología y de las Sagradas Escrituras. De la aplicación de estas disposiciones resultarán clérigos bien preparados y un pueblo instruido, requisitos primordiales para la existencia de una vida cristiana auténtica, en particular, de esta savia se nutrirán los institutos de instrucción popular, los seminarios para la formación de sacerdotes, las cátedras de teología y Sagradas Escrituras que se ordenó fundar en todas las iglesias catedrales y colegiatas, las escuelas de instrucción en la fe y moral cristiana para párvulos, cosas que transformaron de tal manera a las colectividades católicas, que serán otras, después de Trento. En lo dogmático enfrenta el concilio un tema de profunda divergencia con los protestantes, a saber, el pecado original. Para los protestantes el hombre, por el pecado original, había sido corrompido sustancialmente, y consecuentemente nada bueno podía de suyo dar, y la justificación que recibiera no era porque fuera justo, sino porque Dios le disimulaba, por los méritos de Cristo, su injusticia. En lugar de esta doctrina el concilio afirma (los números entre paréntesis indican del párrafo correspondiente en Denzinger):
... el primer hombre Adán, al transgredir el mandamiento de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y lajusticia en que había sido constituido... y que toda la persona de Adán por aquella prevaricación fue mudada en peor... (788).
Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia... sea anatema (789).
Si alguno afirma que este pecado de Adán es por su origen uno solo y... se quita por las fuerzas de la naturaleza humana o por otro remedio que por el mérito del solo mediador, Nuestro Señor Jesucristo... o niega que el mismo mérito de Jesucristo se aplique tanto a los adultos como a los párvulos por el sacramento del bautismo... sea anatema...(790).
Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo que se confiere en el bautismo, no se remite el reato del pecado original; o también si afirma que no se destruye todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que solo se rae o no se imputa: sea anatema....(792).
Declara, sin embargo, este mismo santo Concilio que no es intención suya comprender en este decreto, en que se trata del pecado original a la bienaventurada e inmaculada Virgen María, Madre de Dios....(792).
Es interesante el punto 6 y sobre él observa García Villoslada, pp.787-8:
A esta doctrina conciliar sobre el pecado original añadió el concilio una importante excepción referente a la Santísima Virgen. Ya desde el principio, el cardenal español Pacheco, al iniciarse las discusiones sobre el pecado original, propuso al concilio que se proclamara el dogma de la inmaculada concepción de María. Un buen número de Padres se declaró en favor de esta propuesta; los dominicos y algunos otros se oponían a ella [Fue interesante en este sentido la opinión del dominico Bertano, obispo de Jano, el cual hizo notar que era preferible no dar ninguna declaración, pues las opiniones estaban muy divididas y cualquier declaración lastimaría demasiado a los contrarios. [Nota al pie, #89]. Al fin se dejó la solución para más tarde. Sin embargo, vistas las opiniones existentes sobre tan delicada materia, el concilio declará sencillamente "que no era su intención incluir en este decreto... a la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios..." Hasta qué punto esta excepción en favor de la Santísima Virgen era favorable al dogma de su inmaculada concepción, lo expresó claramente Pío IX en 1854 en la bula de proclamación del dogma al afirmar que el concilio de Trento lo había insinuado en la forma entonces posible.
En los meses siguientes el emperador se prepara para declarar la guerra a los príncipes protestantes de la liga de Esmalcalda, de junio a agosto estalló la guerra (el papa era aliado del emperador y había puesto a su disposición algunas tropas), pero el emperador, para no exasperar a sus adversarios, hacía presión sobre el papa para que no se promulgaran los decretos doctrinarios, sino solo los de reforma; los padres conciliares y el papa consideraban que lo que convenía era lo contrario, las precisaciones dogmáticas. Movidos por este deseo de definir cuanto más se pudiera, para acabar con el "error" protestante, entró el concilio a conocer del tema fundamental, la justificación. Al mismo tiempo que el emperador pretendía destrozar a los protestantes por la armas, los teólogos pretendieron hacerlo por la ciencia: varias propuestas o esquemas de definición consideró el concilio, alguno de ellos (el tercero del teólogo Seripando, llamado esquema de setiembre, por el mes en que se debatió) muy cercano, al menos en apariencia, a las doctrinas luteranas; pero finalmente se llegó a un acuerdo que netamente separaba la doctrina tradicional católica, tanto de la herejía pelagiana (el hombre por sus propias fuerzas naturales, por la Ley, puede justificarse) cuanto de la protestante (solo la fe justifica al hombre, justicia que no es inherente, sino meramente imputada). La doctrina que se decreta en la sesión VI (13 de enero de 1547), afirma que el hombre no puede justificarse por sí mismo, por no ser la justificación natural sino sobrenatural, tampoco puede justificarse por la Ley, sino únicamente por Cristo, por la gracia de Jesús el Señor; esta gracia es un don gratuito, pero debe ser aceptado por el hombre y le debe ser fiel por las buenas obras. Por la justificación el justo realmente se torna tal, siendo un error afirmar que meramente se le tiene por tal, como sostienen los protestantes: se es justo por la fe, pero no por la fe sola, ni tampoco es suficiente solo con creer para salvarse, sino que se ha de vivir justamente; la justificación se pierde tanto por pecar contra la fe, como por no practicar las buenas obras, las cuales comportan un mérito adicional para la vida eterna; si la justificación se pierde, puede ser recobrada por la penitencia, sin que la fe sola sea suficiente para recuperar la justicia perdida.
Es en enero de 1547 que se promulgan los decretos respectivos (quince capítulos y treinta y tres cánones): a la publicación se llega solo después de vencer una feroz resistencia de los obispos adictos al emperador, quienes se oponen a que sean promulgados todavía, exigiendo que sean dejados para mejor ocasión, a fin de hacer más llevadera para los protestantes una eventual vuelta al seno de la Iglesia católica. En lo relativo a los decretos de reforma de la disciplina eclesiástica, se estipula que los obispos deben residir en sus diócesis, principio que modifica totalmente la administración eclesiástica, al impedir que una misma persona acumule varios obispados, sin cuidar de ellos (sinecuras) o que los subcontrate para que otros los administren, obteniendo así un provecho económico, a costas de una mala administración eclesiástica: se prohibió tanto que el obispo lo fuera in absentia, como que acumulara varias sedes. Esta reforma naturalmente encontró gran resistencia, pues vino a trastornar todas las finanzas de los príncipes eclesiásticos, pero es también una de las reformas fundamentales que reforzará a la Iglesia católica.

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