viernes, 4 de septiembre de 2009

El celibato eclesiástico.

Otro punto crítico, y que mancilla la santidad de la Iglesia, es el relativo al celibato eclesiástico; para todo efecto práctico, Roma decidió que quienes predicaran, habrían de ser célibes e impuso así a sus clérigos un yugo que aparentemente sus frágiles espaldas no soportan;[10] ciertamente no existen razones de peso para mantener esta disciplina, como lo demuestra la experiencia de las iglesias ortodoxas y de la iglesia anglicana. Sí las hay, y muchas, de conveniencia. Pero, habida consideración de que el celibato eclesiástico nunca ha sido una realidad, sino una pretensión cotidianamente violada, bien vale, como dice nuestro pueblo, "encontrarle la comba al palo", la componenda que permita la eficiencia del ministerio y tenga cuenta de la debilidad de los ministros. A mi modo de ver las iglesias orientales lo han logrado y nos basta con copiar de ellas, abandonando la altanería romana.

En la Iglesia romana poco a poco se insinúa una solución, al permitir la predicación de ministros que no están vinculados por el voto de castidad, exigiéndolo sólo a quienes se dedican a vida de perfección (religiosos, monjes) y a los que absuelven funciones casi de carácter mágico, con que todavía celebramos la eucaristía y otros ritos.

Aunque no se refiere al tema de la santidad, es oportuno tocar el punto del sacerdocio femenino y, en passant, el de los homosexuales sacerdotes. No obstante la tesitura extremista del actual Pontífice (Juan Pablo II),[11] es evidente que el tema del sacerdocio femenino puede discutirse, y que se ha discutido desde los primeros tiempos de la Iglesia; pretender que Jesús lo repudió implícitamente es suponer demasiado, pues Él actuó en el tiempo, en su tiempo, y en modo tal de ser comprendido por quienes le rodeaban o seguían, y esta era cuestión entonces que ni siquiera se planteaba; cuando el cristianismo se difundió a comunidades en que las mujeres ejercían funciones sacerdotales, también aceptaron esto algunas comunidades cristianas, y así los montanistas, en el siglo segundo, ordenaron sacerdotes y obispos femeninos, aunque la iglesia ortodoxa de su tiempo vio esto como herejía; más común, y aceptable para la ortodoxia de entonces, fue que ellas actuaran como diaconisas;[12] asimismo, durante la Edad Media, influyentes abadesas tuvieron funciones importantes fuera de su abadía, incluso ejerciendo algún señoraje sobre el clero secular. Las primeras mujeres admitidas al sacerdocio lo fueron a raíz de la Reforma protestante (siglo XVII), cuando algunas iglesias abandonaron la organización eclesiástica tradicional basada en obispo, sacerdote, diácono. No será sino hasta el siglo XIX que la ordenación de mujeres se plantee de forma más general, dándole todavía más ímpetu los movimientos sufragistas de principios del siglo XX y el movimiento ecuménico de mediados de este mismo siglo; hoy en día es una cuestión tan crítica como la del celibato eclesiástico y es muy probable, si uno no lee mal los tiempos, que se adopte una componenda muy semejante a la de ese otro problema, admitiéndolas al diaconado, y limitando lo de ser varón y célibe a las funciones de carácter destacadamente mágico que aún retiene el sacerdocio (eucaristía, absolución, extremaunción, ordenación).

En lo que se refiere a la admisión de homosexuales (varones y mujeres) al sacerdocio, no pareciera haber diferencias profundas, pues ninguna de las confesiones cristianas tiene a esta conducta como causa de nulidad del oficio sacerdotal, sino como traición al voto de castidad a que el sacerdote se comprometió.

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