jueves, 3 de septiembre de 2009

Conclusión.

La Iglesia católica, desde Trento hasta Pío XII, no logró la vía recta, la vuelta al cristianismo original, sino que cayó en la tentación sincretista: en cierto sentido lo cultural predominó sobre la fe, con pérdida -o cuando menos atenuación- de la integridad cristiana.
Este extravío le dio al catolicismo una riqueza cultural verdaderamente única, convirtiéndolo en baluarte de la cultura occidental, pero al mismo tiempo lo enajenó del mensaje auténticamente cristiano, de unanimitas, de concordia, de paz, de fraternidad universal e hizo que pusiera por encima de las razones del corazón, las razones de la razón, la teología dogmática sobre la teología mística. Providencialmente, y gracias a que este modo de ser es antitético con el verdaderamente cristiano, la conciencia católica siempre estuvo en crisis, como lo muestra que, llegada la madurez de los tiempos, bastara el reinado cortísimo, de un solo pontífice, Juan XXIII, seguido -¡oh ironía de la historia!- por un papa hechura de Pío XII, es decir, de la vieja guardia, para trastrocarlo todo y permitir la vuelta a la verdadera reforma, que se daría con el Concilio Vaticano II, en el que esta estupenda Iglesia renuncia a todas las pretensiones hegemónicas, sobre la ciencia, la filosofía, la política, el mundo y hasta la religión, para quedarse con la sola hegemonía predicada por su fundador: el amor a los hombres, el amor a Dios, el considerar a todos -especialmente a los pretendidos enemigos- como hermanos, hijos de un mismo Padre al que todos debemos adoración.
¡Qué diferente habría sido la historia si esto se hubiera logrado en Trento!

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